Comentario
Capítulo LXII
De cómo los indios aguardaron a dar batalla a los cristianos en la sierra de Bilcaconga; y de cómo llegado Soto, se dio entre unos y otros, y lo que sucedió en ello hasta que Almagro con algunos caballos fue en socorro
No habían los indios acordado de parar en ninguna de las partes que quedaban atrás porque les pareció sería más seguro para ellos en la sierra de Bilcaconga que está por aquella parte, antes de llegar al Cuzco poco más de siete leguas, porque lo tuvieron por sitio acertado para dar guerra a los españoles y muy dificultoso para los caballos por tener una subida algo larga. Hicieron algunos hoyos e hincaron estacas con puntas agudas. Proveyéronse de mantenimiento, llamando a los vecinos y parientes suyos, afirmándoles que venían sesenta españoles no más, contra todos ellos, y que no era de perder tal ocasión, sino dar gracias a Dios que se la daba y ponerse a todo riesgo por los matar.
Soto con sus compañeros venía siguiéndoles a buen paso, deseando verse envuelto con ellos antes que se juntase mayor poder. Llegados al principio de la sierra de Bilcaconga, adelantando un poco los caballos, movieron adelante. Veíanlos los indios; contábanlos muchas veces, alegrándose porque tan pocos fuesen. Se descabalgaban por todas partes de la sierra, amenazándoles de muerte, trayendo todos sus hondas, dardos, porras, aíllos y otras armas. Soto habló a los suyos para que no temiesen la muchedumbre de enemigos que tenían por delante; pues en otros lugares, menos que ellos eran habían desbaratado a mayor poder de los indios. Encomendáronse los cristianos a Dios; apretando bien las lanzas fueron a recibir los golpes de los indios teniéndolos en poco.
Los indios habían hecho juramento por el sol y por la tierra de morir o matar a aquellos cristianos que siendo tan pocos osaron venir a los buscar. Y así entre unos y otros se comenzó la batalla en la cual murieron más de ochocientos indios, a la cuenta que algunos dan, y heridos fueron poco menos. Los indios, con sus tiros tan espesos, hirieron a cinco españoles, tan mortalmente que murieron luego. Llamábanse Hernández, Toro, Miguel Ruiz, Marquina, Francisco Martín Coytino; y también mataron un caballo y una yegua. Por el mismo camino, Soto y Pero Ortiz habían llegado a lo alto los primeros, andaban alanceando en los indios; algunos caballos no podían acabar de subir por causa de los que estaban muertos en el paso. Juan Ronquillo y Malaver apearon, poniéndose uno a una parte y otro a otra, hicieron que los demás pasasen. El estruendo y gritas de los indios era mucha; ahincábanse por dar la muerte a todos los cristianos; muchos perdieron las vidas sin ver este gozo. Estaban cansados los unos y los otros que no se podían menear.
Apartáronse los indios cerca de una fuente en la misma loma, donde se pusieron Soto con los cristianos: tomaron un arroyo que estaba a un tiro de arcabuz de los indios, donde les pareció estarían más seguros. Vieron, cuando se juntaron, que sin los cinco cristianos que habían los indios muertos, hirieron once y catorce caballos. Apretáronles las heridas, como mejor pudieron. No tenían otra comida que la que de aventura había quedado en alguna de las mochilas que traían. Rogaban a Dios que les enviase socorro porque se hallaban pocos y tenían por delante muchos enemigos. Los indios no sabían de los heridos, mas tenían bien contados como eran cinco los muertos y dos caballos. Enviáronlo a hacer saber por la tierra para que se animasen a matar los que quedaban. Soto, con gran recato de que no les recreciese más desgracia, mandó que todos estuviesen a punto de guerra porque no los tomasen descuidados.
Pizarro venía caminando. Pesóle porque Soto no le había aguardado. Almagro con treinta caballos quiso adelantarse para juntarse con él y anduvo aquel día por aquel camino, que es todo de sierra, más de doce leguas. En Lomatambo supo, por dicho de dos cansados indios, que allí habló, cómo los cristianos y los indios estaban en la sierra de Bilcaconga. Dio prisa andar y allegó al principio de la subida, ya que era noche. Porque le oyesen Soto y los que con él estaban, mandó tocar una trompeta, subiendo todavía por la sierra. No oyeron nada por entonces los que estaban en lo alto, mas tornando a tocar otra vez la trompeta, se oyó que respondieron, diciendo algunos que era bocina de los indios. En esto Almagro llegó a la vista de los indios y cristianos sin haber estorbado la noche su caminar; y juntos todos se alegraron, pesándoles después a Almagro saber la muerte de los cinco españoles. Venida la mañana, Almagro mandó que fuesen junto a los heridos algunos sanos porque no recibiesen más daño. Los indios como reconocieron el socorro que había venido a los españoles a tiempo que estaban aguardando mayor junta --para matarlos-- que allí tenían, pesándoles de ello notablemente, hicieron gran sentimiento poniéndose todos en huida. Almagro y Soto los fueron siguiendo, matando e hiriendo en ellos. Cautivaron algunos, y cuando les pareció, pararon con determinación de aguardar al gobernador, el cual se dio tal prisa a caminar que se juntaron todos este día. Y pues ya están unos con otros, convendrá que la crónica deje de hablar de ellos por tratar la salida que hizo de Guatimala el adelantado don Pedro de Alvarado, porque de otra manera no llevaríamos orden ni se entendería claramente lo que se ha de contar.